COFRADEMANIA

lunes, 30 de marzo de 2009

250 años con las manos atadas


Ser de la Amargura es especial, eso no lo puede poner en duda absolutamente nadie. Ser de la Amargura distingue a un cofrade que tiene la clase, la elegancia y la categoría por bandera, porque su dolorosa así es. Quien no tiene estas cualidades, directamente es que no es amargurista. Y conste que la elegancia, el estilo y el tronío del que hablo no tiene nada que ver con la chaqueta que uno se pone, o el color de la corbata que se elige. Esas son cualidades de menor rango que, aunque dignifican a quien sabe hacer buen uso de ellas, no se convierten jamás en la realidad principal, en la esencia de las virtudes que estoy enumerando.
De esas cualidades innatas, que se ven aunque se lleven escondidas en el interior, es de las que hablo cuando se habla de la Amargura. Hace poco, hablaba de que las advocaciones nos buscan sin remedio, y que marcan la manera de ser de quien se acerca a ellas. Decía que nadie se puede esconder detrás de la vela del Cristo, y que por eso los cofrades de la hermandad del Viernes Santo son tan valientes a la hora de afrontar y resolver los problemas, sean del calado que sean, puesto que su Cristo va con el pecho fuera, enfrentado al mundo, sin oscuridad tras su melena.
Algo idéntico ocurre cuando en la calle Medina, uno se acerca a un besamanos donde la Amargura repleta de empaque, llena con su manto azul una capilla cerrada a cal y canto. Y sus fieles, agarrados con fe a una reja cerrada, miran por el cristal de sus puertas a la que es, sin dudarlo, Madre de Dios y madre nuestra, porque así quiere Dios que sea cada Miércoles Santo, cuando baja vestida de azul a la plaza de las Angustias.
Y El, mientras, con las manos atadas a la espalda acepta con humildad que Ella es quien manda en la casa, que es la Madre la que roba los besos por los balcones, la que se lleva los piropos, a la que todos suspiran gracias al lento vaivén de sus caderas. Es la Amargura la madre que todos querríamos, la mujer que es mujer siempre, la que es elegancia y majestuosidad. Es la que deseamos, decía, y la tenemos.
Por tanto, son los cofrades de la Amargura un ejemplo vivo de que la grandeza, la elegancia, el señorío y la clase no están reñidas con la humildad de quien lleva las manos atadas. Y eso lo demostraron los cofrades de la Amargura el pasado miércoles, cuando invitaron a comer a todos los informadores cofrades de la ciudad. En la bodega de José Luis Zarzana nos reunimos todos los que de una manera u otra hablamos de esto de las cofradías, gracias a la invitación que José Carlos Galán nos hizo para darnos a conocer los actos del 250 aniversario de la talla de la Sagrada Flagelación de Cristo.
Y las copitas prometidas resultaron ser un almuerzo de categoría, con vino de la tierra, catavinos anchos, una paella con unos langostinos que servirían de perillas para más de un palio de la ciudad y un buen brandy de la casa, junto con la atención personalizada y la buena compañía. Al final, resultó que no nos contaron nada, se disculparon por la escasa información que nos han dado en estos años, y nos solicitaron colaboración para los actos que en breve se presentarán en sociedad por esta efeméride. Todo un detalle.
Pero me quedaré para siempre con el gesto de un hombre que ese día me demostró ser más del Flagelado, por la humildad de su gesto, cuando preguntó casi azorado que quién era Pepe Vegazo. Al responderle, me dio la mano, mientras me agradeció mirándome a los ojos el cariño demostrado cuando hablé de él y del padre Jesús. Casi un año ha pasado de aquello, y alguien me buscó para darme las gracias. Era José Antonio Zarzana, hijo de José Luis, y no me conocía. Yo a él sí. Tenía que ser de la Amargura...
(Artículo publicado en LA VOZ, el 29 de marzo de 2009)

lunes, 23 de marzo de 2009

La Cremá de la Cuaresma


Ya hablé hace un par de años de esto mismo que les iba a decir hoy. Les resultará curioso que un cofrade como yo, que se enorgullece de su Semana Santa, de su Cuaresma, y de todo lo que tenga que ver con el incienso y la cera, se marche un par de días a tierras valencianas para vivir las Fallas. No es que quiera justificarme con este artículo, porque gracias a Dios, de mis decisiones, hasta el día de hoy, soy plenamente responsable y consciente.
Simplemente, tengo ganas de contarles lo que allí viví, y cómo la lejanía, la distancia, en la mayoría de las ocasiones, sirve para tomar conciencia exacta de lo que vamos dejando atrás, de lo que tenemos tan cerca que muchas veces no somos conscients siquiera de que lo tenemos. Así andaba yo, como cada año, entre agobios y carreras, como todos los cofrades de la ciudad por estas fechas. Tanto el trabajo como los compromisos adquiridos en nuestras hermandades y cofradías nos obligan a renunciar a gran parte de nuestra vida personal, y eso conlleva los sinsabores propios de la renuncia a la familia, a los seres queridos. Todo eso pensaba yo en Valencia, cuando esta semana he vivido con intensidad a Valencia en Fallas.
Para empezar, les diré que no difiere mucho de la Semana Santa. Toda una ciudad se paraliza para poder disfrutar de sus fiestas más populares. No es como la feria de Jerez, donde todo se concentra en el González Hontoria, sino como una gran Carrera Oficial, donde Fallas y casales se disputan las esquinas más señeras de la capital del Reino de Valencia.
Es por tanto una devoción popular, y los falleros la viven con la intensidad que merecen estos días. No hay nada, absolutamente nada más importante, que las Fallas en Valencia por estas fechas. Y me recuerda a un Domingo de Ramos, cuando la ciudad se paraliza para poder disfrutar de la salida de las Angustias, o de un Miércoles Santo que manda de principio a fin el Prendimiento desde la humildad de sus manos atadas. Una ciudad volcada con sus fiestas, por tanto. Y con su gente.
Y ahí es donde reflexionaba con mayor detenimiento. En la generosidad del valenciano,que abre la puerta de su casa a todo el mundo, que quiere enseñar a todo el forastero que se acerque a Valencia las bondades de ser falleroo. Toda mi familia pertenece a una falla, viven con intensidad la fiesta de San José, y a ninguno escuché criticar sus fiestas locales. Y cuando me preguntaron a mí por la Semana Santa, realmente no supe qué decirles.
Podría haberles hablado de los mil problemas que hemos tenido en la diócesis sin obispo hasta la llegada de Mazuelos,pero decliné la idea, porque no creo que mi primo sepa quién es el canónigo penitenciario de Sevilla. De hecho, creo que no sabe ni lo que es un canónigo. Pude hablarles de la ridiculez de comunicado que ha tenido que emitir la hermandad de la Cena para acallar las conciencias de alguno, que se creía que la Paz no procesionaría este año. Pero entonces tendría que explicarles que la ridiculez no es el comunicado en sí, sino el pensamiento del cofrade que quiere arremeter como sea contra su propia Junta de Gobierno.
Así que lo único que les dije era que sí, que las fallas son una experiencia única, pero que yo me quería volver ya para casa, a disfrutar de estos cuarenta días que Dios nos regala cada año, y donde podemos tocarlo, sentirlo y hacerlo presente gracias a la multitud de actos que organizamos las hermandades y cofradías. Y justo entonces, empezó la cremá, el momento en el que se queman las fallas. Desapareció todo en un instante. El mismo instante que queda para que llegue el Domingo de Ramos. Así que disfrutémoslo.
(Artículo publicado en LA VOZ, el 22 de marzo de 2009)

lunes, 16 de marzo de 2009

El Crucifijo oculto


A veces, las circunstancias te obligan a cambiar de planes sobre la marcha. Son contadas ocasiones, lo reconozco, y mucho más cuando se trata de personas que, como yo, tienen limitada su agenda a escasos minutos libres al día, que les permiten pocas licencias. Les confesaré que este artículo está escrito sustituyendo a otro que hablaba de Pepe Mazuelos, el que será en breve nuevo obispo de Jerez, y al que a partir de ahora siempre me escucharán nombrar como don José o el prelado Mazuelos, porque la cercanía es cercanía en la intimidad, y sólo si las dos partes están de acuerdo. Y no es el caso por ahora, ni lo reconoceré si algún día lo es.
Así que este artículo sustituye a otro ya escrito, y lo hace con las prisas propias de quien no tiene un hueco en su calendario. La mayordomía del Santo Crucifijo, a la que en muchas ocasiones me he referido como la mayor bendición que he tenido en mi vida, limita en muchas ocasiones el margen de maniobra de un grupo humano que sacrifica muchos momentos de su vida privada para mayor gloria de Dios. Mayordomía por tanto, en el mejor sentido de la palabra. Mayordomo, el que sirve, el que gasta y se desgasta...
Pues estaba ayer por la mañana en el Convento de las Clarisas, en la calle Barja, lugar sagrado que mi Señora de la Encarnación visitará el próximo viernes, para entregar a las religiosas descalzas una patente que las distinga como sus camareras honorarias. Una bendición como otra cualquiera, pero que viene a demostrar el interés de la hermandad por estrechar vínculos de unión con las órdenes religiosas de la parroquia, y un desvelo inusitado por alcanzar las bendiciones espirituales que sólo quien ejerce la oración como motor de su vida puede entender.
Allí estaba midiendo, analizando con detalle junto a mi Junta de Gobierno cómo podría verse a la Encarnación más bella si cabe en un convento de clausura, junto a una celosía que divide lo terrenal de lo celestial, lo humano de lo casi divino, lo pecaminoso de lo sencillamente perfecto. Porque si hay una orden religiosa que aglutine el cariño y el respeto de los cofrades son , sin duda, las monjas de clausura.
Allí estaba, cuando miré más alla, curiosidad del pecador, de la celosía que separa la clausura de lo público. Mientras las hermanas nos decían que estaban absolutamente ilusionadas por este nombramiento, y nos aseguraban que cada vez que la Señora se esté cambiando ellas rezarán por nosotros, yo miraba al infinito de un mundo que me parecia más lejano que nunca... No tenía fe.
Y el Santo Crucifijo, una vez más El, me dio una lección. La que no olvidaré jamás. La que hizo que me agarrara a la reja, como si me fuera la vida, por entender los misticismos de un Dios que se empeña, aunque nosotros queramos lo contrario, en acercarse en los momentos más inesperados. Les reto a que se acerquen a la calle Barja. No tengan miedo, y vayan a ver el traslado de la Encarnación al convento de las Clarisas.
Y les reto, sobre todo, a dejarse llevar, a mirar mucho más allá de la maestría de Fernando Barea, que quedará demostrada, una vez más, en el traslado. Les cito para comprobar una vez más que la hermandad del Santo Crucifijo sabe hacer las cosas con más gusto y elegancia que ninguna, o al menos, al nivel de la mejor. Le gano la apuesta a quien quiera, de que será uno de los momentos más emotivos de la Cuaresma. Les aseguro, que cuando las religiosas entonen sus cánticos, entenderán que un trozo de cielo se abre en el barrio de San Miguel, porque hay quien pide por nosotros, aun sin nosotros darnos cuenta.
Y les reto, principalmente, a que miren por la celosía, y descubran, como hice yo, agarrado a un reja sorprendido, el perfil del Santo Crucifijo de la Salud en la oscuridad de una clausura. La clausura de las camareras de la Encarnación.
(Artículo publicado en LA VOZ, el 15 de marzo de 2009.)

domingo, 1 de marzo de 2009

La vela del Cristo no es opaca


Reconozco que me gusta el Cristo. Es una hermandad que, pese a estar en muchos casos alejada de mis gustos estéticos y de mis intenciones piadosas, siempre me ha traído una brisa de recuerdos, una llovizna fina de emociones, de esas que no mojan, pero que calan hasta los huesos. Posiblemente, haber visto la salida de la cofradía desde el balcón de un aula del Grupo Franco, donde mi madre era profesora, durante tantos años de infancia, haya hecho que aún sin quererlo, siempre tenga que ir a encontrarme con esa vela que no deja que nadie se esconda tras ella.
Es curioso mi caso, podrían ustedes decir. Porque evidentemente, la Virgen del Valle reúne muchos más factores que pudieran acercarme a Ella que el propio Cristo de la Expiración, con sus melenas al viento y sus cargadores. Soy costalero, me gustan los palios de trazas sevillanas, las dolorosas bien vestidas (qué descubrimiento, Fernando Barea, uno más en tu lista, de una gran dolorosa), las levantás al cielo, el incienso, el compás de una bambalina haciendo eco del redoble del tambor... Todo eso me gusta, y sin embargo, soy del Cristo de la Expiración mucho más que de Ella, porque tras su vela no existe la oscuridad.
Será por eso que me gusta la gente que va de frente, algo que tantas y tantas veces he denunciado en estas páginas, o en el foro en el que haya tenido la oportunidad de expresarme. Las cofradías necesitan de ese perfil de cofrades, gente comprometida que vaya con su verdad por delante, o con su mentira.Pero de frente, amigo, que una batalla jamás se ganó escondiéndose del enemigo, sino plantándole cara. Y claro, la gente del Cristo eso lo tiene relativamente sencillo, porque su Cristo lleva el pecho enfrentado al mundo, la melena desafiante, y una vela que no deja que nadie se esconda tras ella.
No es casualidad que sean así, de verdad. Los cofrades somos fiel reflejo de los titulares a los que amamos, porque en el fondo son ellos quienes nos encuentran a nosotros, y no al revés. Acabamos encajando en los sitios donde una imagen, aún con aire en los pulmones, abre los brazos para abrazarnos y decirnos que no hay sitio para los dobleces. No, al menos, tras la vela del Cristo...
Y todo esto viene porque andan molestos conmigo en la hermandad del Cristo, seguramente porque yo no me haya sabido explicar. Ojalá comprendieran que a veces es sumamente complicado resumir en apenas treinta líneas lo que lleva coleando desde el Viernes Santo del año pasado, y uno puede cometer errores de apreciación de los que debe disculparse.
Así lo hago ahora, ya que es cierto que desde las Viñas hasta el palquillo hay la misma distancia que desde la Ermita hasta la Alameda Cristina, y prácticamente en el mismo tiempo. Pido disculpas porque su hermano mayor ha tenido a bien hablar conmigo, y no permitir que nadie pusiera en duda el cariño que le tengo a la hermandad, y eso, al menos para mí, vale mucho. Y ha tenido la valentía de reconocer, en demasiadas ocasiones además, que el año pasado se equivocaron con el piano y con otros asuntos que bien valieron una reprimenda en su momento, pero no el linchamiento público al que, en muchos casos, se les está sometiendo.
Así que como tras la vela del Cristo no caben los cobardes, aquí van mis disculpas si en algo pude ofender, y mi súplica de que lean bien siempre lo que escribo, porque en ningún caso he dicho que el problema del Viernes Santo se arregle con quince minutos de adelanto de la salida, ni que la culpa del Viernes Santo sea de la hermandad del Cristo.
Cumplan todos los horarios, eso es lo que pedí. Y parece que no se entendió. Y por eso pido disculpas. Por eso, y porque Antonio Yesa me demostró ser un perfecto caballero que jamás ha usado la vela del Cristo.
(Artículo publicado en LA VOZ, el 1 de marzo de 2009. Fotografía: LA VOZ)