COFRADEMANIA

lunes, 20 de julio de 2009

El pregón de Antonio Moure

Hace poco pensaba en Antonio Moure. Será el verano, o la cercanía de mi artículo sobre Pedro Pérez. Pensaba en él, en nuestras largas tertulias sobre pregones de la Semana Santa, en tantos recuerdos que tuvimos en una época donde era frecuente que nos viéramos por la plaza Rafael Rivero. Eran otras épocas, siempre digo lo mismo. Igual soy yo quien se hace viejo, y siempre mira con nostalgia el pasado. Igual es que entiendo el verano siempre pensando en cofradías gracias a que de chico esperaba con ansia que llegara el campamento cofrade. Igual es que ahora hay menos actualidad en las cofradías, y no me apetece hablarles del dinero que cada hermandad cogerá, de los dimes y diretes que rodean a ese pleno, o de otras circunstancias menos amables de nuestras corporaciones.
Será el verano, les decía. Un verano que siempre recordaré por el pregón que Antonio Moure dio al Cristo de la Viga, contándonos en verso la historia de este portentoso crucificado y de la copatrona de la ciudad. Eran tiempos en los que nos sabíamos de memoria los versos que uno y otro les dedicaban a nuestras imágenes titulares. Veranos de alfas y omegas, de caras del color de la aceituna, de talles nacarados, de pieles que huelen a miel templada, de duquelas y de gubias y formones...
Tenía 25 años cuando dio su pregón de la Semana Santa. Un cuarto de siglo. Un niño, que nos contó su particular visión de la Semana Santa. En todas las entrevistas que le hicieron, que no fueron pocas, habló siempre de dar un pregón con alma de niño, de ofrecer lo mejor de nuestra Semana Mayor a un público que le esperaba, no sin cierta reticencia, en las naves de San Miguel.
Era además el elegido de Rafael Bellido, un hombre al que el tiempo ha puesto en su sitio, pero que por aquel entonces no gozaba precisamente de las simpatías de mundo cofrade en general. Era el elegido, y eso siempre provoca recelos, envidias insanas. Era un niño. Y encima, elegido a dedo. No podía salir bien, se decían todos. Todos los que no lo habían escuchado, claro.
Porque el pregón de Antonio resonó atronador desde la presentación de Andrés Cañadas. Carmen, su madre, que fue como comenzó aquella presentación, todavía golpea a veces mi memoria, recordándome que en la pregonería jerezana hay momentos estelares que deberían ser guardados en el ático del alma. Momentos fugaces, como aquel será tan pobre mi fe, en la que Antonio se disculpaba por tener que recurrir a su Señor Caído antes que al sagrario para pedir por la salud y la felicidad de la gente que le rodeaba.
También memorable aquel paseo por el convento donde una monja hacía dulces. Qué bien me sabe tu nombre, tu Dulce Nombre, María. Todo ello, con una voz ronca pero aterciopelada, con desmayo incluido, con versos y prosa escritos de su puño y letra la misma mañana del pregón en una casa, creo recordar, de la calle Porvera. Un pregón de los de siempre, con sólo veinticinco años.
Mucho le ha cambiado la vida al bueno de Antonio. Ahora es un rostro mucho más familiar para todos. Su profesión le ha alejado de algunos ambientes, pero mantiene viva como pocos la llama de la ilusión, la fe desgarrada en los Dolores que un Señor Caído puede sufrir. Y ha pasado más de una década. Se equivocaba Antonio, porque su pregón no tenía que revestirlo con alma de niño, puesto que él lo era. Juntos crecimos en nuestra fe y nos aferramos a ese Cristo de gubia y formón para entender los misterios de nuestra vida.
Igual es, ahora que se buscan pregoneros ante la escasez latente, el momento de que Antonio Moure nos cuente de nuevo en Villamarta cómo ve las cofradías ahora. Igual ahora sí es momento de que revista su pregón... con alma de niño.
(Artículo publicado en LA VOZ, el 12 de julio de 2009.)

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